Corría el año 1985. En el precioso auditorio -que se me antoja llamarle NEOBARROCO- de Jenaro de la Fuente Alvarez en el Campus Compostelano tuvo lugar mi iniciación, no en los Misterios de Eleusis o en el Rito Mitraico, que ahora perdieron glamour y nadie los hace...no molan. Me iniciaba en la mal llamada música clásica, lo que suponía dejar atrás mi rusticidad cultural. Iba a ir a mi primer concierto, y eso para el hijo de un humilde trabajador constituía un magno evento.
Era yo un joven universitario, irradiaba luz y era una esponja física e intelectual. Cosas que me ayudaban a enfrentarme al reto con gallardía. Me iba a enfrentar por vez primera a lo SENSIBLE. Me incomodaba la situation, tenía que recurrir a conceptos que fueran de mi mundo. Apegado a la tierra. Tenía que hablar mi idioma, apegado a la literaralidad.
Era mi nacimiento a tal mundo, pero no lo sabía. Y el Jesuíta Padre Calo ejerció inopinadamente de comadrona en tal alumbramiento, regalando en clase a quien lo solicitara entradas para el concierto. El P. Calo nos impartía Historia de la Música y siempre se quejaba de lo difícil que era tratar de explicar Historia de la Música a alguien que no sabía leer los pentagramas. Nosotros nos reíamos, inconscientes. El P.Calo era un sabio.
El director también tocaba el violín, como es usual en las orquestas de Cámara. Su nombre era Bodhan Warchal -nunca lo olvidaré-. Era un hombre bajito rodeado por torres humanas, quizá de la Estepa, que tocaban un violín, que se veía pequeñito.
La
necesidad me hizo ver similiudes entre la altura
física de aquel hombrecillo, que dió señal del
inicio de los concerti con
una sonora y audible inspiracción y la estatura de
mi padre, Francisco López López. Todo iba bien. Identifiqué
la altura física con la moral, como había hecho mi colega el
carolingio Eginardo -con quien nos solíamos reunir en
claustros, abaciales o no, con un tal Alcuíno de
York....o de New York, y otros desharrapados, a
fumar algo-. El tal Eginardo, que entusiásticamente
había comparado a Carlomagno con Octavio Augusto.
Si era capaz de superar la prueba musical me estaba garantiizando el entender los secretos de la Historia, paso previo a la comprensión de la complejidad del mundo. Podría COMPARAR, una vez demostrada la paridad de mi ingenio con la del antedicho Eginardo. El entendimiento de esto se reserva a los iniciados.
Así
que mi padre, del que nada malo podía
esperar, se subió al escenario y tocaba mientras
dirigía. Y lo hacía bien.
El
escenario, que recuerdo se metía hacia el patio de
butacas, -de ahí lo de Neobarroco-. Se
inmiscuía...en nuestra intimidad, diríamos en el mundo egoísta
de hoy. Te sumergía en el espectáculo...pretendía obligada
complicidad.
Año
2000 dC. Admirando las columnas de doce metros, de
granito egipcio, que anteceden a la mayor del cúpula de
hormigón armado del mundo, recordé todo esto. En aquel día,
en el Panteón, mi atención iba de la femenina anatomía de las
turistas a la lectura de diversos epitafios. Hay mucha gente
enterrada allí. Fue ver y oir al mismo tiempo, quizá porque se
conectó mi Wifi. Fue leer Arcángelo Corelli y oí su música, en
este caso desde el inocuo más
allá.
Juntos para toda la vida. Siempre me invadirá su buen rollo, incluso
en los momentos bajos, que la “enfermedad” hace que sean
frecuentes.
¡qué
sería de mí sin lo sensible!.Sobre todo ahora, en que la vida muestra su carácter adverso, pero, aún así, la queremos.
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