He de confesar que nunca me hablaron
de la estètica de Proust. Lo conocí en formato digital, algo que a
él no le hubiera sugerido mucho. Pero ces`t la vie, todo muta. Leo
más cómodo, descargo rápidamente. A mí que tanto me gustaba
cubrir a mano las fichas de la Biblioteca, reconozco su
obsolescencia.
Absorto en mi ignorancia leo con
curiosidad las primeras páginas de El camino de Swan y al poco me
percato que todos tenemos Un Tiempo Perdido lo cual no es óbice para
que TODOS nos consideremos a la par, o al mismo nivel que el genio
de Proust y de su musa. Pero la idea me vale para honrar a mi recién
desaparecida mater. Consciente de mi inconsciencia para escribir una
novela, iré intercalando recuerdos, de mi particular Edad de Oro.
A Vds pido disculpas por enseñar mi
intimidad en este blog, pero esto requiere algo de exhibicionismo.
Era una tarde sofocante de Agosto. La
gente sudaba. Los coches también....se olía . Los taxistas de mi
calle ponían gamuzas sobre los volantes para refrescar. No lo sé a ciencia cierta, pero me gusta pensarlo así. Aquellos
impresionantes volantes de los SEATs 1500, testigos estéticos de
otra época. No estaba difundido el aire acondicionado, por lo que
eran usuales las ventanillas abiertas, saludé a Adolfo, que se cocía
a fuego lento en el taxi.
Adolfo fuera chófer toda la vida. Y
eso se notaba en su abúlica expresión facial, estaba quemado, por
eso reverberaba el calor. Antes del taxi había llevado un omnibus
de la linea Lugo-Vigo de la empresa Gómez de Castro. Aquellos
fabulosos Setra-Seida, con su característico rugido, pero esto no es
un tratado sobre la relación auditiva entre el número de cilindros
y el sonido del motor. Y no tiene nada que ver con adivinar el modelo
de coche por el ruído que mucho nos gustaba. Eran los años 70,
habría una veintena de modelos...y todos nacionales. Estamos en
pasado. Un mundo difícil de imaginar, como todo el pasado.
Temeroso, lógicamente iba asido de la
mano de mamá atravesando el parque. El ir cogido de la mano de mamá
me ayudaba a llevar la situación, iba muy nervioso. Situación que se repitiría, con
la misma intensidad, cuando empezaron mis problemas dentales. Entraba
en pánico cuando el dentista encendía el torno. Pero ella, sin
molestar, me ofrecía su mano y yo,cogiéndola, me tranquilizaba. Y ahora evoco
su recuerdo para vivir, o sobrevivir.
Nos dirigíamos por primera vez a la
escuela, de aquellas ubicada en los sótanos del edificio de la
Escuela de Comercio, a los parvulitos de Dña Evangelina Gómez de
Castro, que también era la propietaria de la empresa de transporte
homónima. De aquellas no había preinscripción. Llegabas, hablabas
con la maestra y ya estaba. No fue así en nuestro caso: no había
sitio, excusa para rechazarme. Sólo era el hijo de un obrero, y eso
no daba caché. Si fuera hijo de médico o de abogado otro gallo
cantaría.
Pero entonces fue cuando mi padre habló
con Adolfo del que era amigo y, milagrosamente a los dos días había
sitio para mí en el aula. Al final de la clase, pero estaba
escolarizado. Aún vivía Franco y éstas cosas eran promovidas por
el régimen, parapetado tras un artificioso clasismo, como siempre
que el régimen quería evitar una rebeliòn...o casi. Adolfo siempre contó con mi estima aunque esto que conté tardé años en saberlo. La estima era mutua, y esto para un niño era sagrado
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